La señora Rojo (Antonio Ortuño)

En mi jardín hay una tortuga del tamaño de una mesa. Agoniza, hace días, bajo el ventanal. Nunca me han entusiasmado los animales, pero las tortugas tenían ante mí el prestigio de la mudez. Pues no: hacen ruido. Esta, al menos, emite unos gemidos que complican el sueño y arruinan el desayuno.

Mi mujer y las niñas la riegan por las noches y le ofrecen comida. La bestia, lánguida, masca la lechuga pero al poco rato la vomita, convertida en una pasta sangrienta que hay que disolver a manguerazos. Las niñas parecen considerar gracioso el proceso y han comenzado a entregarle apios o coles a nuestras espaldas, con el resultado de que su cuerpo está rodeado, ahora, por un círculo de hierba calcinada por las náuseas. Además de afearnos la vista, la alimaña nos destruye el zacate.

Amo este clima.

Cientos de tortugas llegaron a la ciudad en los meses pasados. Casi todas fueron inmediatamente atropelladas, o lanzadas al vacío desde los puentes peatonales (y, consecuentemente, atropelladas), o utilizadas como tambores por los muchachos del tianguis cultural (decoradas, claro, con telas de colores, como bailarinas de salsa) y después convertidas en sopa en los barrios periféricos y en más de un fraccionamiento amurallado.

Comprendo y aplaudo a todo verdugo de tortugas: si no fuera un sujeto esencialmente holgazán, como soy, saldría ahora mismo al jardín y arrastraría al monstruo a la calle para que lo atropellaran. Pero como no tengo la menor intención de llenarme los pantalones de sangre y vómito, me limito a mirar cómo la riegan, aprovechando las dos horas de agua que nos corresponden por las noches. Si viviera, mi padre diría: Trabajas todo el día para que tu agua la aproveche una tortuga desahuciada. Eres un pobre imbécil.

Trato de leer el diario, pero estoy harto de las noticias sobre animales de van a morir en sitios en donde ni siquiera se suponía que vivieran. De cualquier modo, la tos de la bestia tampoco permitiría avanzar demasiado en el libro que abandoné desde su llegada. Nadie sabe porqué están en la ciudad. Algunos sospechan del clima. El delirante calor es bueno para las tortugas delirantes.

Una mañana, descubro que las niñas hablan con gran familiaridad de una Señora Rojo e intercambian risitas. Alarmada, mi mujer me confiesa que bautizaron así al animal, aunque su sexo sea una conjetura. El Rojo es por la sangre, claro, que ahora sale de su boca a borbotones hasta cuando no se le da lechuga.

Eso significará que el fin se acerca, quizá, pero mientras la muerte vacila, mi jardín y la zona de la casa que se asoma al ventanal han comenzado a apestar. Temo que los camiones asignados por el gobierno para recoger los cadáveres me multen por mantener con vida a este filete en putrefacción.

Mis miedos se consuman. Una noche, al llegar del trabajo, me encuentro con que un agente ha adherido una multa al caparazón de la Señora Rojo. ¡Setecientos pesos! Por ese precio habría podido rentar un carro alegórico que le diera dos vueltas a la ciudad. En venganza, le ofrezco dos lechugas como cena y subo el volumen del televisor cuando le comienzan las arcadas. Ojalá le duelan.

-Déle a beber un poco de cloro -me sugiere el vecino, a quien consulto cuando lo veo sacar un cadáver en una gran bolsa negra. -Con un vasito que le haga pasar, se deshace del bicho.

Pero la Señora Rojo es tan lista que no bebe el cloro, sino que lo escupe cuidadosamente en mis zapatos.

El interés de las niñas decae, lo mismo que la compasión de mi mujer. Ahora, unas y otra se quejan del olor y me hacen responsable del bienestar de la cosa. Me empujan a llamar a un veterinario o, insinuantemente, a lanzarla por encima del muro, hacia el jardín del vecino. La segunda idea no parece mala, pero para levantar semejante montaña de aletas y carey se necesitan unas fuerzas hercúleas que no poseo. Fracaso al cargarla: la bestia vacía su estómago presionado sobre las perneras de mi pantalón.

Los días se vuelven oscuros. Pierdo de tal modo el hilo de las noticias -cómo leer diarios, cómo mirar el televisor a unos metros de donde la Señora Rojo tose- que me toma por sorpresa la llegada del grupo de biólogos de la Universidad.

-Reportaron una tortuga enferma.

Bendigo mentalmente a mi vecino. Las niñas imploran que no la entreguemos, pero yo recompenso a los biólogos con quinientos pesos y un vaso de agua para cada uno.

Nuestra primera noche de paz es estupenda. Regamos la zona de hierba quemada y removemos la tierra. Acostamos temprano a las niñas y mi mujer se pone el camisón transparente. Dormimos a la perfección.

Me despiertan gritos de alborozo.

-¡Papá! ¡La Señora Rojo está en el jardín!

Mi mujer cubre su desnudez con una precaria sábana. Yo me envuelvo en otra, como un cónsul romano, y a toda prisa acompaño a las niñas, que me jalan las manos, ávidas de guiarme.

No es, desde luego, nuestra vieja Señora Rojo. Es un ejemplar mayor, pesado y enfermo, llegado quién sabe cómo a mi hierba. Huele como un batallón de Señoras Rojo en agonía.

¿Dónde puse la tarjeta de los biólogos?

Carajo.

Amo este clima.

Palos (George Saunders)

Cada año, la noche de Acción de Gracias, seguíamos todos a Padre en procesión mientras él iba arrastrando el traje de Santa hasta la carretera para después apuntalarlo sobre una especie de crucifijo que había construido con un poste de metal en el jardín. Durante la semana de la Super Bowl el poste se vestía con un casco de Rod y con un jersey, y Rod tenía que vérselas con Padre si quería descolgar el casco. El cuatro de julio el poste era el Tío Sam; en el Día de los Veteranos de Guerra, un soldado; en Halloween, un fantasma. El poste era la única concesión de Padre a la alegría. Se nos permitía coger un solo Plastidecor de la caja cada vez. En Nochebuena le gritó a Kimmie por desperdiciar una rodaja de manzana. Aleteaba por encima de nosotros mientras vertíamos el kétchup, y decía “Ya está bien, ya está bien, ya está bien”. Los cumpleaños se celebraban con magdalenas, no con helado. La primera vez que traje a casa una chica me dijo: “¿Qué tiene tu padre con ese palo?”, Y yo me quedé allí sentado, parpadeando.

Nos fuimos de casa, nos casamos, tuvimos nuestros propios hijos, descubrimos que la simiente avara germinaba también en nosotros. Padre empezó a revestir el poste con más complejidad y con una lógica menos discernible. El Día de la Marmota lo cubrió con una especie de abrigo de piel y colocó un foco para garantizar que hiciera sombra. Cuando un terremoto azotó Chile, tendió el poste en el suelo y pintó una serie de fallas a su alrededor con un aerosol. Murió Madre y vistió el poste como la Muerte y colgó del travesaño fotos de cuando Madre era un bebé. Pasábamos a visitarlo y descubríamos extraños fetiches de su juventud colocados alrededor de la base: medallas del ejército, entradas de teatro, viejos jerséis, tubos de maquillaje de Madre. Hubo un otoño que pintó el poste de amarillo chillón. Aquel invierno lo cubrió de hisopos de algodón para darle abrigo y le dio al poste retoños clavando por el patio seis estaquitas con sus correspondientes travesaños de palo. Tendió cordel entre el poste y los palos y fijó una cinta adhesiva cartas de perdón, reconocimientos de culpa, súplicas para ser comprendido, todo escrito con una letra desquiciada sobre tarjetas de cartulina. Escribió en un cartel la palabra “AMOR” y lo colgó del poste y pintó otro que decía “¿PERDÓN?”, y luego murió en el pasillo con la radio puesta y vendimos la casa a una pareja de jóvenes que desclavaron el poste de un tirón y lo dejaron junto a la carretera para que lo recogiera el camión de la basura.

Ptosis (Guadalupe Nettel)

El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre -y con él toda la familia- de no haber sido por la propuesta generosa del Dr. Ruellan que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El Doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita con él en vez de optar por un médico de menor renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas -de ojos cerrados y abiertos- para que quede constancia de su estado antes de la operación. La segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes sólo dos veces en la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor cometa alguna falla -nadie, ni siquiera él es perfecto-: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una delicadeza insospechada.

En nuestro negocio, cercano a la Place Gambetta, en el XXeme arrondissement , mi padre tiene enmarcadas algunas fotografías que tomó durante su juventud: un puente medieval, una gitana tendiendo ropa junto a su remolque o una escultura expuesta en el jardín de Luxemburgo, con la que ganó un premio juvenil en la ciudad de Rennes. Basta verlas para saber que, en una época muy lejana, el viejo tenía talento. Mi padre también conserva en sus paredes obras de factura más reciente: el rostro de un niño muy bello que murió en el quirófano de Ruellan (un problema de anestesia) su cuerpo resplandece en la mesa de operaciones, bañado por una luz muy clara, casi celestial que entra de manera oblicua por una de las ventanas.

Comencé a trabajar en el estudio a la edad de quince años, cuando decidí dejar la escuela. Mi padre necesitaba un ayudante y me incorporó a su equipo. Aprendí entonces el oficio de fotógrafo médico especializado en oftalmología. Aunque después, con el paso del tiempo, me fui encargando de las labores de oficina, entre ellas la contabilidad del negocio. Pocas veces he salido a la ciudad o al campo en busca de una escena que inspire a mi veleidoso lente. Cuando paseo, generalmente lo hago sin la cámara, ya sea porque se me olvida o por miedo a perderla. Confieso sin embargo que a menudo, mientras camino por la calle o los pasillos de algún edificio, siento deseos repentinos de tomar una foto, no de paisajes o puentes como hizo alguna vez mi viejo, sino de párpados insólitos que de cuando en cuando detecto entre la multitud. Esa parte del cuerpo que he visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni un atisbo de hartazgo, me resulta fascinante. Exhibida y oculta de manera intermitente, obliga a permanecer alerta para descubrir algo que de verdad valga la pena. El fotógrafo debe evitar parpadear al mismo tiempo que el sujeto de estudio y capturar el momento en que el ojo se cierra como una ostra juguetona. He llegado a creer que para eso se necesita una intuición especial, como la de un cazador de insectos, no creo que haya mucha diferencia entre un aleteo y un batir de pestañas.

Me cuento entre el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo y, en ese sentido, me considero afortunado. Pero esto no debe causar confusiones: nuestro oficio tiene algunos inconvenientes. Por el estudio pasa toda clase de individuos, la mayoría de las veces en situaciones desesperadas. Los párpados que llegan hasta aquí son casi todos horribles, cuando no causan malestar, dan lástima. No es gratuito que sus dueños prefieran operarse. Al transcurrir los dos meses de convalecencia, cuando los pacientes, ya transformados, regresan por la segunda serie de fotografías, respiramos con alivio. Esa mejoría pocas veces alcanza el cien por ciento pero cambia por completo un rostro, su expresión, su gesto permanente. En apariencia los ojos quedan más equilibrados, sin embargo, cuando uno mira bien -y sobre todo cuando ha visto ya miles de rostros modificados por la misma mano-, descubre algo abominable: de algún modo, todos ellos se parecen. Es como si el Doctor Ruellan imprimiera una marca distintiva en sus pacientes, un sello tenue, pero inconfundible.

A pesar de los placeres que otorga, esta profesión, como cualquier otra, termina causando indiferencia. Recuerdo haber visto pocos casos verdaderamente memorables en nuestro establecimiento. Cuando esto ocurre, me acerco a mi padre que prepara la película en la trastienda y le pido al oído que me deje disparar el obturador. Él siempre accede, aunque sin entender la razón de mi súbito interés. Uno de esos hallazgos ocurrió hace menos de un año, en el mes de noviembre. Durante el invierno, el estudio, situado en la planta baja de una antigua fábrica, se vuelve insoportablemente húmedo y es preferible salir a la intemperie que permanecer en esa cueva gélida y oscura por las necesidades del oficio. Mi padre no estaba esa tarde y yo, muerto de frío junto a la puerta, me entretenía con las indecisiones de la lluvia mientras maldecía a una cliente que tenía más de un cuarto de hora de retraso. Cuando su silueta apareció por fin detrás de la reja, me sorprendió que fuera tan joven, debía haber cumplido cuando mucho veinte años. Un gorro negro, impermeable, le cubría la cabeza y dejaba resbalar las gotas por su cabello largo. Su párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar frente a las mujeres excesivamente bellas.

Con una parsimonia exasperante, como si el retraso la tuviera sin cuidado, se acercó a preguntarme en qué piso se encontraba el fotógrafo. Seguramente me confundió con el conserje.

-Es aquí -le dije. -Está usted frente a la puerta. Abrí el cerrojo y, en un gesto exaltado que ella no pudo adivinar, encendí todos los reflectores, como cuando en un salón de baile hace su aparición un miembro de la realeza. En cuanto estuvo adentro se quitó el sombrero, su pelo negro y largo parecía una extensión de la lluvia. Como todos lo clientes, me explicó que había conseguido una cita con el Doctor Ruellan para que resolviera su problema.

«¿Cuál problema?», estuve a punto de preguntar. «Usted no tiene ninguno». Pero me abstuve. Era tan joven. no quería turbarla y preferí hacer un comentario banal:

-No parece usted de París, ¿de dónde viene?

-De Picardía. -Contestó ella con timidez, evitando el contacto con mi vista, como suelen hacer los pacientes. Sólo que ahora, en vez de agradecerlo, esa actitud esquiva me desesperó. Hubiera dado cualquier cosa por seguir mirando durante la tarde entera ese párpado pesado y al mismo tiempo frágil y habría dado el doble porque esos ojos se fijaran en mí.

-¿Le gusta París? -Pregunté yo, empleando un tono falsamente distraído.

-Sí, pero no podré quedarme mucho tiempo. En realidad he venido únicamente para la operación.

-París la atrapará, puede estar segura. Cuando menos lo imagine se vendrá a vivir aquí.

La muchacha sonrió bajando la cabeza.

-No lo creo. Quisiera volver cuanto antes a Pontoise, no me gustaría perder el año por esto.

La idea de que esa mujer viviera en otra ciudad bastó para deprimirme. Empecé a sentirme malhumorado. De manera repentina, quizás un poco brusca, interrumpí la charla para ir a buscar la película.

-Siéntese aquí. -La apuré al regresar. Nunca en mi vida profesional había sido tan poco amable. La muchacha ocupó el banquillo y se echó el cabello hacia atrás poniendo sus rostro en evidencia.

-No sé si usted está enterada -le dije simulando compasión -los resultados nunca son perfectos. Su ojo no será jamás igual al otro. ¿Se lo ha explicado el doctor?

Ella asintió en silencio.

-Pero también me dijo que los dos párpados quedarán a la misma altura. Para mí es suficiente.

Me disponía a enseñarle una serie de fotografías de operaciones sin éxito con el fin de desanimarla. Pensé en decirle que, de cualquier manera, quedaría con el sello inconfundible de los pacientes operados por el Doctor Ruellan, esa tribu de mutantes. Sin embargo, no tuve el valor necesario. Sin decir una palabra, coloqué el telón de fondo blanco detrás de su cabeza, apuntando el reflector hacia sus ojos. En lugar de las tres tomas habituales disparé el obturador quince veces y habría seguido así hasta el anochecer si mi padre no hubiera llegado.

Al escuchar el cerrojo de la puerta, apagué los proyectores de luz. La joven se puso de pie y se acercó al mostrador para firmar un cheque donde leí su nombre en letra de colegiala.

-Deséeme suerte -dijo.-Nos veremos dentro de dos meses.

No puedo describir el abatimiento en el que caí esa tarde. Revelé las fotos de inmediato; metí las más convencionales en un sobre con el sello del hospital y conservé la que me pareció mejor lograda en el cajón de mi escritorio: una toma de frente, soñadora y obscena.

Mis esfuerzos por olvidarla resultaron inútiles. Durante tres meses esperé con auténtico terror a que viniera por la segunda serie, de ninguna manera quería estar presente. Cada lunes echaba un vistazo a la agenda de mi padre para saber en qué momento ausentarme. Pero ella nunca vino.

Una tarde, a principios del verano, mientras caminaba por los muelles en busca de algún párpado interesante, volví a verla. El cauce del Sena estaba sereno en esos días; las piedras reflejaban su color verde oscuro y su vaivén oscilante.
Ella también iba mirando el río de modo que por poco chocamos de frente. Para mi gran sorpresa, sus ojos seguían siendo los mismos. La saludé cortésmente, haciendo lo imposible por ocultar mi júbilo, pero al cabo de unos minutos no aguanté más:

-¿Cambió de opinión? -Pregunté, -¿decidió no operarse?

-El Doctor tuvo un impedimento y fue necesario aplazar la fecha hasta el fin del año escolar. Mañana ingreso en el hospital, como no tengo familia en la ciudad permaneceré dos días interna.

-¿Cómo van sus estudios?

-La semana pasada presenté mi examen en la Sorbona. -Respondió sonriendo. -Quisiera mudarme a París.

Parecía contenta. En su mirada advertí esa expresión de esperanza que suelen tener los pacientes en vísperas de cirugía y que otorga a los rostros más deformes un aire de candor.

La invité a tomar un helado en la isla Saint Louis. Una orquesta de jazz tocaba cerca y, aunque desde donde estábamos no era posible ver a los músicos, las notas se oían en el muelle como si emergieran del río. La luz del sol le teñía los párpados de naranja. Caminamos varias horas, a veces en silencio otras hablando de lo que sucedía durante el paseo; de la ciudad o del futuro que le esperaba en ella. De haber llevado la cámara tendría ahora alguna prueba, no sólo la mujer ideal sino también del día más alegre de mi vida.

Al anochecer la acompañé al hotel donde se hospedaba, una pocilga cerca de Bonne Nouvelle. Pasamos la noche juntos en una cama decrépita, en peligro constante de irse al suelo. Una vez desnudos, los veinte años de diferencia que había entre nosotros se hicieron más evidentes. Le besé los párpados una y otra vez y, cuando me cansé de hacerlo, le pedí que no cerrara los ojos para seguir disfrutando de esos tres milímetros suplementarios de párpado, esos tres milímetros de voluptuosidad desquiciante. Desde el primer abrazo hasta el momento en que, agotado, apagué la lamparita de noche, sentí la necesidad de convencerla. Entonces, sin ningún tipo de pudor o inhibiciones, le rogué que no se operara, que se quedara conmigo, así, como era en ese momento. Pero ella pensó que se trataba de una cursilería, una de esas mentiras exaltadas que se dicen en circunstancias como esa.

Prácticamente no dormimos esa noche. ¡Si el Doctor Ruellan lo hubiera sabido! Él que siempre exige a sus pacientes el más absoluto reposo en vísperas de una cirugía. Ella llegó al pabellón pre-operatorio con unas ojeras que la hacían verse mayor y también más hermosa.

Le prometí acompañarla hasta el último momento y después, cuando se recuperara de la anestesia, venir a verla de inmediato. Pero no me fue posible: en cuanto la enfermera entró al cuarto para llevársela al quirófano me escapé reptando hasta el elevador.

Salí del hospital hecho añicos, como quien acaba de encarar una derrota. Pensé tanto en ella al día siguiente. La imaginé despertando sola, en ese cuarto hostil con olor a desinfectante. Hubiera deseado poder estar ahí acompañándola y lo habría hecho de no haber habido tanto en juego: mis recuerdos, mis imágenes de esos ojos que, de haber visto después, idénticos a los de todos los pacientes del Dr. Ruellan, habrían desaparecido de mi memoria.

Algunas tardes, sobre todo en los periodos austeros en que la clientela no ofrece ninguna satisfacción, pongo su fotografía sobre mi escritorio y la miro unos minutos. Al hacerlo me invade una suerte de asfixia y un odio infinito hacia nuestro benefactor, como si de alguna forma su escalpelo me hubiera mutilado. No he vuelto a salir con la cámara desde entonces, los muelles del Sena no me prometen ya ningún misterio.

(De Pétalos y otras historias incómodas)

Cada vez que oía pasar un avión… (Sam Shepard)

Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-54 en tono sombrío, casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y un número:

-B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.

A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.

¿Por qué no bailan? (Raymond Carver)

Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio, situados en la parte delantera de su jardín. Excepto el colchón desnudo y las sábanas a vivas rayas, que descansaban junto a dos almohadas sobre el chifonier, todo mostraba un aspecto muy semejante al que había tenido el dormitorio: mesilla de noche y pequeña lámpara a su lado de la cabecera, mesilla de noche y pequeña lámpara al otro lado, el de ella.
Su lado y el lado de ella.
Pensó en ello mientras bebía a sorbos el whisky.
El chifonier se encontraba a unos pasos del pie de la cama. Aquella mañana vació los cajones, y en la sala aparecían las cajas de cartón donde había metido lo que contenían. Junto al chifonier había una estufa portátil. Y al pie de la cama, una silla de bejuco con un cojín de diseño exclusivo. Los muebles de cocina, de aluminio bruñido, ocupaban parte del camino de entrada. Un enorme mantel de muselina amarilla —era un regalo— cubría la mesa y colgaba a los lados. Sobre la mesa había un tiesto con un helecho, una vajilla de plata en su caja y un tocadiscos. También eran regalos. Un gran televisor de consola descansaba sobre una mesa baja, y a unos pasos había un sofá y una butaca y una lámpara de pie. El escritorio estaba colocado contra la puerta del garaje, y en el camino de entrada había una caja de cartón con tazas, vasos y platos envueltos por separado en papel de periódico. Aquella mañana vació los armarios, y todo lo que había en ellos estaba fuera de la casa, salvo las tres cajas de cartón de la sala. Mediante un cable alargador tendido al exterior había conectado lámparas y aparatos. Todo funcionaba igual que cuando había estado dentro de la casa.
De cuando en cuando un coche reducía la marcha y los ocupantes miraban, pero ninguno paraba.
Se le ocurrió que tampoco él lo habría hecho.

—Debe de ser una liquidación casera —le comentó la chica al chico.
Estaban amueblando un pequeño apartamento.
—Veamos lo que piden por la cama —dijo la chica.
—Y por el televisor —añadió el chico.
El chico enfiló el camino de entrada y detuvo el coche ante la mesa de la cocina.
Se bajaron y empezaron a mirar las cosas: ella tocaba el mantel de muselina, él enchufaba la batidora y apretaba el botón de PICAR; ella cogía el calientaplatos y él encendía el televisor y hacía pequeños ajustes con los mandos.
El chico se sentó a ver la televisión en el sofá. Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor, tiró la cerilla al césped.
La chica se sentó en la cama. Se quitó los zapatos y se tendió de espaldas. Le pareció ver una estrella.
—Ven aquí, Jack. Prueba la cama. Trae una de esas almohadas.
—¿Qué tal es? —preguntó él.
—Pruébala —insistió ella.
El chico miró en torno. La casa estaba a oscuras.
—No me siento a gusto —dijo—. Será mejor que mire si hay alguien ahí dentro.
Ella hizo brincar su cuerpo sobre la cama.
—Pruébala antes —repitió.
El chico se echó en la cama y se puso la almohada bajo la cabeza.
—¿Qué te parece? —preguntó ella.
—Parece sólida —respondió él.
Ella se volvió sobre un costado y le puso una mano en la cara.
—Bésame —pidió.
—Levantémonos —propuso él.
—Bésame.
Cerró los ojos. Lo abrazó. Él dijo:
—Veré si hay alguien en la casa.
Pero se sentó y se quedó donde estaba, haciendo como que miraba la televisión.
A derecha e izquierda de la calle, las casas se iluminaron.
—¿No sería divertido si…? —insinuó la chica, y sonrió abiertamente y dejó la frase a medias.
El chico rió, pero sin ningún motivo especial. Sin ningún motivo especial, asimismo, encendió la lámpara de la mesilla.
La chica se quitó de encima un mosquito, y el chico se levantó y se metió la camisa en los pantalones.
—Voy a ver si hay alguien en la casa —dijo—. No creo que haya nadie. Si hay alguien, preguntaré cuánto piden por las cosas.
—Pidan lo que pidan, ofrece diez dólares menos. Siempre es bueno —aconsejó ella—. Además, deben de estar desesperados o algo así.
—Es un televisor muy bueno —observó el chico.
—Pregúntales cuánto —dijo la chica.
El hombre se acercaba por la acera con una gran bolsa de supermercado. Traía bocadillos, cerveza, whisky. Vio el coche en el camino de entrada y a la chica en la cama. Vio el televisor encendido y al chico en el porche.
—Hola —saludó el hombre a la chica—. Ya has visto la cama. Perfecto.
—Hola —contestó la chica, y se levantó—. La estaba probando. —Dio unos golpecitos a la cama—. Es una cama estupenda.
—Es una buena cama —corroboró el hombre, y puso la bolsa en el suelo y sacó la cerveza y el whisky.
—Pensábamos que no había nadie —intervino el chico—. Nos interesa la cama, y quizás el televisor. Puede que también el escritorio. ¿Cuánto quiere por la cama?
—Pensaba en cincuenta dólares —dijo el hombre.
—¿La dejaría en cuarenta? —preguntó la chica.
—Bien. La dejo en cuarenta.
Cogió un vaso de la caja de cartón. Le quitó la envoltura de periódico. Rompió el precinto del whisky.
—¿Y el televisor? —quiso saber el chico.
—Veinticinco.
—¿Lo dejaría en quince? —sondeó ella.
—Está bien, quince. Lo dejo en quince —concedió el hombre.
La chica miró al chico.
—Eh, chicos, tomad un trago —invitó el hombre—. Hay vasos en esa caja. Me voy a sentar. Me voy a sentar en el sofá.
El hombre se sentó en el sofá, se acomodó sobre el respaldo y miró al chico y a la chica.

El chico sacó dos vasos y sirvió dos whiskys.
—Ya basta —dijo la chica—. El mío lo quiero con agua.
Acercó una silla y se sentó a la mesa de la cocina.
—Hay agua en aquel grifo —dijo el hombre—. Abre aquel grifo.
El chico volvió con el whisky con agua. Se aclaró la garganta y se sentó a la mesa de la cocina. Sonrió. Pero no bebió de su vaso.
El hombre miró la televisión. Apuró su whisky y empezó el segundo. Alargó la mano y encendió la lámpara de pie. Precisamente entonces el cigarrillo le resbaló de los dedos y fue a caer entre los cojines.
La chica se levantó y le ayudó a encontrarlo.
—Bueno, ¿qué quieres que nos llevemos? —le preguntó el chico a la chica.
Sacó el talonario y se lo llevó a los labios, como si pensara.
—Quiero el escritorio —dijo la chica—. ¿Cuánto es el escritorio?
El hombre, ante lo absurdo de la pregunta, hizo un movimiento con la mano.
—Di una cantidad —propuso.
Los chicos estaban sentados a la mesa. El hombre los miró. A la luz de la lámpara, creyó ver algo en sus caras. Algo agradable o desagradable. ¿Quién podía saberlo?

—Voy a apagar la televisión y a poner un disco —dijo el hombre—. También vendo el tocadiscos. Barato. ¿Cuánto me dais por él?
Se sirvió más whisky y abrió una cerveza.
—Lo vendo todo —añadió.
La chica alargó el vaso y el hombre le sirvió whisky.
—Gracias —dijo la chica— Muy amable.
—Se te sube a la cabeza —advirtió el chico—. Se me está subiendo a la cabeza. —Alzó el vaso y lo agitó.
El hombre acabó su whisky y se sirvió otro. Luego encontró la caja de los discos.
—Elige algo —animó a la chica, y le tendió los discos.
El chico extendía el cheque.
—Ahí tiene —contestó la chica eligiendo uno, uno cualquiera, porque no conocía los nombres de las tapas. Se levantó de la mesa y se volvió a sentar. No quería estar sentada y quieta todo el tiempo.
—Estoy poniendo el importe —anunció el chico.
—Claro —dijo el hombre.
Bebieron. Escucharon el disco. Luego el hombre puso otro. ¿Por qué no bailáis?, decidió decir; y lo hizo:
—Eh, chicos, ¿por qué no bailan?
—No, no —dijo el chico.
—Venga —insistió el hombre—. Es mi jardín. Pueden bailar si les apetece.

Abrazados, con los cuerpos muy juntos, el chico y la chica se deslizaban de un lado a otro por el firme de la entrada. Bailaban. Cuando se acabó el disco, bailaron con el siguiente, y cuando se acabó éste el chico declaró:
—Estoy borracho.
Y la chica negó:
—No estás borracho.
—Sí, estoy borracho.
El hombre dio la vuelta al disco, y el chico repitió:
—Lo estoy.
—Baila conmigo —le pidió la chica al chico, y luego al hombre; y cuando el hombre se levantó, avanzó hacia él con los brazos abiertos.

—Esa gente de allí. Están mirándonos —observó la chica.
—No pasa nada —dijo el hombre—. Es mi casa.
—Que miren —dijo la chica.
—Eso es —la apoyó el hombre—. Creían haberlo visto todo en esta casa. Pero no habían visto esto, ¿eh? Sintió el aliento de la chica en el cuello. —Espero que te guste la cama.
La chica cerró los ojos; luego los abrió. Pegó la cara contra el hombro del hombre. Y atrajo su cuerpo hacia sí.
—Debes de estar desesperado o algo parecido —le dijo.

Semanas después, la chica explicó:
—El tipo era de edad mediana. Todas sus cosas estaban por allí, en el jardín. No miento. Estábamos trompas y nos pusimos a bailar. En la entrada de los coches. Oh, Dios. No se rían. Nos puso discos. Mira este tocadiscos. El viejo nos lo regaló. Y todos esos discos de mierda. ¿Han visto esta mierda?
Siguió hablando. Se lo contó a todo el mundo. Tenía muchos más detalles que contar, e intentaba que se hablara de ello largo y tendido. Al cabo de un rato dejó de intentarlo.